“Morir de amor”

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La puesta en escena basada en el mito amoroso de Tristán e Isolda con libreto de Luis González de Alba y escenografía de Gabriel Pascal, que interpretamos Ernesto Bañuelos y yo, fue modificándose a lo largo de los ensayos conforme avanzaba y se evidenciaba mi embarazo. De tal forma que el acontecer de la vida real se entretejía con la ficción y enriquecía los argumentos interpretativos.

Subrayo el hecho de mi embarazo pues este acontecimiento, que se dio habiendo ya iniciado el proceso de ensayos serviría de detonante para lecturas alternas del mito de Tristán e Isolda al vernos en la necesidad de presentar a la amante preñada .

Atinadamente Gabriel Pascal creó un espacio escénico en el que destacaba una cama de agua ubicada el centro, un poco más abajo del nivel del piso, iluminada internamente. En momentos la cama traslúcida en tonos azules así evocar el mar que en el mito  original habrían de cruzar los amantes para llegar a Cornualles, al mismo tiempo que representaba el filtro amoroso que en ese viaje les hace sucumbir. En otros se convertía en la metáfora de líquido amniótico en el que los personajes flotaban como en una gran matriz.

La obra fue presentada en el Teatro de Santa Catarina en Coyoacán, Ciudad de México 1982-  1983 y la placa de las 100 representaciones fue develada por Elena Poniatowska.

 

Seminario Permanente de Género, Sexualidad y Performance

Transcurrimientos: cuerpo, género y ritual en el arte performativo de Gabriela Olivo de Alba

 Escribe: Hortensia Moreno

Abstract: Esta reflexión se concentra en dos de los últimos performances de la autora: No me llores más y Nupcias. Se trata de dos rituales de pasaje donde se expermienta el traspaso de fronteras (vida/muerte, soltería/matrimonio) que conduce a cambios de estado. Ambos pasos exigen rituales codificados socialmente; el punto donde el performance se vuelve problemático y problematizante es el del propio sujeto de la acción: en No me llores más el cuerpo (el cadáver) es representado por la propia actriz y el desarrollo narrativo y conceptual es el de sus propios funerales; en Nupcias, la novia transcurre por todo el ritual de la boda sin que haya un novio presente. Al jugar con estas categorías está jugado con equivalencias metafóricas fundamentales en terrenos de enunciación “peligrosos” donde las zonas del espacio-tiempo social “normales” son atravesadas hacia zonas anormales, intemporales, ambiguas, marginales y sagradas. La pregunta por los efectos del ritual social comparados con los efectos del ritual performativo implica discurrir hasta qué punto el funeral y la boda afectan la vida del cuerpo y del género y convierten las ideas —los productos de la mente— en objetos materiales del mundo “exterior”.

Para analizar el trabajo de Gabriela Olivo de Alba quiero centrarme en dos aspectos del arte performativo que me parecen cruciales para la reflexión de género —desde el punto de vista teórico— y en el desarrollo de una forma estética particular; me refiero, por un lado, a la dimensión de acontecimiento de la obra de arte, y por el otro, a la continuidad entre el arte y la vida. Estas dos características que el performance vuelve tan visibles en su montaje ritual me servirán como guía en la interpretación del cuerpo como entidad imaginaria —imaginativa, imaginosa, imaginal, imaginable, imaginada, imaginante— que se construye a partir de su advocación genérica.

La dimensión de acontecimiento

 Por lo menos desde Platón existe una inquietud por la separación, el corte, la escisión entre el significante y el significado. Sócrates la discute en la escritura, el medio que muestra de manera más flagrante una manera de ser del lenguaje que se desprende de su emisor. Lo que se está presenciando en ese desprendimiento es la posibilidad de que el mensaje, la palabra, exista sin la presencia de un cuerpo que respira; o mejor dicho, que trascienda ese cuerpo: el cuerpo queda atrás, en el momento de la escritura, y puede inclusive desaparecer como existencia viviente. La escritura es un poderoso instrumento que atraviesa el tiempo y el espacio, que autonomiza la palabra y la deja a la merced de vicisitudes imponderables.

El poder de la escritura es suficiente para demostrar que, en efecto, el cuerpo como tal se vuelve prescindible para la transmisión de las ideas. Platón sobrevive su propia muerte gracias a la permanencia de su capacidad discursiva en el texto.

Esta posibilidad expresiva se replica en las artes, pero tiene un límite muy claro en la escena y en la música hasta bien entrada la modernidad; la autonomía de las artes plásticas inclusive permite que la pintura, la arquitectura y la escultura anteriores al capitalismo estén en el mundo de manera prácticamente anónima: su proceso de concepción y factura quedan virtualmente ocultos. La música y las artes escénicas, en cambio, tendrán que esperar hasta que el siglo xx inventa los medios de almacenaje y reproducción que permiten desatar la obra del cuerpo que la produce.

La existencia de la obra al margen del cuerpo de su creador/a conduce a un interesante malentendido: pareciera que, en efecto, el significante es independiente del significado —como ocurre, dice Lacan, en el inconsciente, el cual se estructura como un lenguaje—; y su corolario es, sin duda, que la obra existe de manera autónoma respecto al cuerpo. Las formas en que la modernidad aliena la obra de arte tiene mucho que ver con este malentendido: el fetichismo de la mercancía —presente también, por cierto, en el psicoanálisis— llega a su paroxismo en el mercado del arte. Lo que se pierde de vista es la dimensión de acontecimiento de todo proceso de comunicación.

El malentendido simplemente escotomiza el cuerpo. Ya no el cuerpo de quien crea, sino el de quien contempla. El malentendido tiene la pretensión de que una obra: 1) tiene un sentido fijo, accesible en cualquier momento; 2) tiene sentido en sí misma, independientemente de quien la descifre. Estas dos afirmaciones son insostenibles para todo proceso de comunicación, pero adquieren especial inconsistencia cuando se refieren al arte. Para decirlo de otra manera, el arte sólo es en el proceso de comunicación; el libro empolvándose en el librero, la película dentro de la lata, la pintura rupestre en la cueva oscura no existen; sólo tienen existencia y sentido cuando alguien lee, ve, escucha sus contenidos. Pero además, el sentido no es un hecho fijo e inconmovible, sino el resultado de la competencia comunicativa —en el papel receptor— de quien descifra. Esto significa que no hay dos lecturas iguales, no hay dos espectadores que reciban lo mismo. La polivalencia, la enorme capacidad polisémica del arte reposa no sólo en su constitución estructural, sino sobre todo en la ductibilidad del contexto y la inmensa variedad de lo humano.

Cada proceso comunicativo —y el arte aquí no sólo no es la excepción, sin precisamente el paradigma— es único e irrepetible. Ésta es la dimensión de acontecimiento del arte en particular y de la comunicación en general.

Esta dimensión recupera su visibilidad en el performance: nunca se repite. Está vitalmente determinado por el espacio, el tiempo, el auditorio, el estado de ánimo, el clima. Lo cual no quiere decir que sea un hecho desestructurado; por el contrario: el performance pende de una estructura ritual. El ritual puede ser personal, subjetivo, individual —como en las psicosis y en la esquizofrenia— o engarzarse con el orden simbólico —como en la neurosis y la histeria. Sus efectos de contenido giran alrededor de la necesidad de resignificar la vida en su presente. Lo que estructura el presente es la memoria del pasado y la proyección al porvenir: de eso se trata el ritual. Es la manera en que nos aferramos al sentido: a lo que produce nuestras identidades múltiples en contextos siempre cambiantes. Los rituales estabilizan, marcan, establecen, separan, juntan, realizan. Esta cualidad de realización infunde al vértigo insoportable del cambio la apariencia tranquilizadora de una estabilidad.

La manera en que actúa el ritual en el performance —y ahora me refiero específicamente al arte performativo de Gabriela Olivo de Alba— es precisamente como estructuración de hechos que se plantean como preguntas. ¿A quién interrogamos? Yo creo que, a través de estos rituales, interrogamos al orden simbólico. Al orden discursivo de género, por ejemplo. Al orden de lo imaginario. La presencia del cuerpo es decisiva en esta interrogación. La artista está transitando siempre terrenos muy peligrosos.

En Nupcias (2006) se explora el sentido de el matrimonio. La interrogación implica un verdadero cuestionamiento al orden de género: estamos casi casi de acuerdo en esta sociedad en que pueden contraer nupcias personas del mismo sexo; pero ¿se puede casar alguien no con? Las Nupcias de Gabriela Olivo de Alba se celebran con una notable observancia del ritual: he ahí un cuerpo vestido de novia que pronuncia las palabras mágicas.

En el autofuneral —No me llores más, 2003—, la artista visita su propia muerte. Es amortajada, velada y llorada por una concurrencia casi muda. El transcurso entre la vida y la muerte me da pie para introducir el segundo aspecto de esta exposición: la continuidad entre el arte y la vida. La ritualidad del autofuneral condensa una preocupación humana por excelencia. Una fantasía suicida. Ciertamente, una serie de interrogantes donde el cuerpo deja de ser el cuerpo. ¿No resulta acaso paradójico que al cadáver se le llame “el cuerpo”?, cuando en la muerte precisamente ha dejado de pertenecer a ese estatus y se ha vuelto una cosa más, sin identidad.

Dicen quienes cuentan la historia de la fotografía que algunos pueblos a los que, por comodidad, denominamos como primitivos, temían que la cámara les robase el alma. El performance ¿tendría esa propiedad o es puro teatro? La principal diferencia entre el teatro y el performance —según los entendidos— es precisamente la continuidad entre el escenario y la vida. La obra de arte nos habita y nos transforma. Cuando hablo de “transcurrimientos” en el título de esta ponencia me refiero a esta continuidad: la obra se sale de sus límites en el performance. La obra se desborda: se escurre por las paredes del escenario y contamina la vida. Contamina los cuerpos que no saben en realidad si son espectadores o coactores. El borramiento de límites entre el escenario y el público permite un flujo donde ocurre la atribución de significación —la semiosis— siempre como un algo inesperado, imprevisible, incontrolable. La segunda parte del juego de palabras tiene que ver con el transcurso. El transcurso alude al rito de pasaje: del estado de soltería al matrimonio. De la vida a la muerte.

Peligrosamente, la muerte es apropiada por la artista y se hace pública. Como son públicas sus Nupcias: en el Palacio de las Bellas Artes, ante invitados, familiares y amigos. Searle asegura que los actos de habla producen instituciones; ¿qué ocurre con estos actos corporales, extremadamente ritualizados, codificados, sematizados?

Para aligerar una traducción busco en el diccionario la palabra seamless; la autora del texto que traduzco está hablando precisamente de la continuidad entre la escena y la vida de ciertas personas que hacen precisamente performance. Sé, por supuesto, que la palabra significa “sin costuras”; aquí la costura es el límite, la barrera que separa el escenario —espacio imaginario— del mundo —espacio de la vida real—; el efecto de aquello que está unido “sin costuras” es el escurrimiento de lo que ocurre en un ámbito hacia el otro. Desde luego, el mundo afecta la escena, pero ¿la escena afecta al mundo? Bueno, la palabra que me encuentro es deliciosa: inconsútil. Busco en mi diccionariote del español y aprendo que se utiliza para designar un objeto perteneciente al ámbito de lo sagrado.

Si el performance de Gabriela Olivo de Alba es inconsútil, sus consecuencias trascienden la mera actuación: se trata de actos realizativos (para utilizar esa primera versión con que Paidós introdujo el concepto de performatividad en la traducción de How to do Things with Words). Afecta su cuerpo, su género y su identidad. Es una mujer casada que no tiene marido. Peor aún: es una muerta viva. Es un fantasma.

 

«De dos en fondo a ninguna parte»… (1982)

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La pieza había sido creada para un programa de teatro itinerante de la UNAM. La obra, dirigida por Germán Castillo, abordaba en distintos tonos y géneros dramáticos: pieza, melodrama y farsa, la relación de pareja. Realizamos improvisaciones escénicas para generar el texto dramático que fue estructurando Carmen Limón.

El director ideó para la obra una escenografía móvil construida con una estructura tubular, muy fácil de desmontar, lámparas atornilladas a los tubos, un par de sillas de madera plegables, una mesa de dimensiones regulares y un tablero también móvil. Además de su funcionalidad, para su fácil montaje en las distintas sedes en que se presentó, la escenografía creaba la ilusión de intromisión en el espacio de intimidad de los personajes, como si se mirara a través de paredes invisibles. La obra fue representada en diversas facultades de la UNAM y en algunos centros de reclusión penal del Distrito Federal, a través del programa de Extensión Académica.

 

«Lección de anatomía»

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Con la colaboración de Carmen Limón como guionista, realizamos el suceso teatral Lección de anatomía (1981). Del mismo modo que habíamos hecho con la puesta en escena sobre la ciudad, llevamos a cabo el trabajo de campo y la investigación en gabinete: visitamos clínicas y hospitales de distintas especialidades, entrevistamos a médicos, enfermeras y pacientes; acudimos a la morgue de la Facultad de Medicina para asistir a la disección de un cadáver; y revisamos material documental y bibliográfico sobre medicina social, corriente que pugnaba por lograr una visión integral de la medicina que considerara a los pacientes como individuos que interactúan en un contexto social; y cuestionaba la práctica médica por especialidades por ser un enfoque que tiende, por una parte, a mirar a las personas a través de los órganos y sistemas enfermos, como si se tratara de seres fragmentados; y por otra, deja de lado la compleja relación de los pacientes con su entorno familiar, laboral y social.

Con los elementos de la investigación pasamos a la improvisación en escena –con Carlota Villagrán integrada también como actriz-, a la grabación de los diálogos que se generaban durante estos ejercicios, y a la transcripción de los mismos que, con un tratamiento más depurado, llevaba a cabo Carmen Limón, formada en comunicación en la Universidad Iberoamericana, para dar cuerpo al guion y a la creación colectiva de la puesta en escena.

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Lección de anatomía se escenificó para estudiantes de las distintas facultades y escuelas de estudios profesionales de la UNAM, pero lo más interesante de esta experiencia teatral serían las presentaciones en nosocomios con un público conformado por pacientes, médicos y enfermeras que se veían reflejados y confrontados en la escena. Al finalizar la presentación se abría un espacio para que el público debatiera sobre los contenidos y fijaran posiciones: había quienes discrepaban y quienes manifestaban su identificación con uno u otro personaje.

Asumimos Lección de anatomía como un espectáculo didáctico; un suceso teatral sobre la muerte, la enfermedad y la vida en el que “jueguen plenamente los elementos de esta rama del arte, para llamar a los futuros médicos y al público en general a la reflexión sobre un tema tan viejo como la humanidad: la conservación y preservación de la vida del hombre”. Así expresábamos en el programa de mano los propósitos del montaje basado en textos de Thomas Mann, de los doctores Quiroz, Troncoso y Escudero; y escenas escritas por los integrantes del grupo.

“La ciudad es de todos… que digan que estoy dormido”

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A principios de los años ochenta Ernesto Bañuelos y yo sentimos el impulso de salir a recorrer las calles de la ciudad con el propósito de hacer una obra escénica que, prescindiendo del director, nos permitiera recuperar la memoria urbana. Eran tiempos en que, sin consulta ciudadana alguna, durante la regencia Carlos Hank González y bajo el lema oficial «La ciudad es de todos», el paisaje de nuestra metrópoli se transformaba.

Aquí y allá se destruyeron calles, se tiraron camellones, se talaron árboles y se redujeron las banquetas para dar paso a los ejes viales mientras la numeración que se les asignaba iba sustituyendo la nomenclatura original de calles y avenidas: de la noche a la mañana nos encontramos con la memorable avenida San Juan de Letrán convertida en Eje Central, la calle Eugenia rasurada -literalmente pelona sin camellón ni palmeras fue rebautizada como Eje 5 Sur, y el Parque de Mariscal Sucre desapareció seccionado por nuevos trazos. El peso flotaba, las organizaciones sindicales se manifestaban en contra de los topes salariales y a la par se instituía el cobro del IVA.

No contábamos con texto alguno, de tal suerte que asumimos que tendríamos que encarar el rol del autor a partir de nuestra experiencia como actores. Diseñamos una metodología que consistía en los siguientes pasos: investigación en campo; recopilación de información; desarrollo de improvisaciones; elaboración del guion teatral y puesta en escena.

Para la investigación en campo diseñábamos rutas. Un día seguíamos el recorrido del autobús Roma-Mérida, unos tramos en transporte público y otros caminando. Nos deteníamos a mirar tras las rejas de alguna escuela pública lo que ocurría en el patio a la hora de hacer Honores a la Bandera para, al día siguiente, adentrarnos en callejones de la colonia Guerrero. Por las noches la visita a un salón de baile, a un hoyo Funk, a una esquina en Insurgentes donde una María se guarecía de la lluvia. El último piso de la Torre Latinoamericana y el mirador de la carretera México-Cuernavaca servían de observatorio para cartografiar la ciudad.

A manera de diario o bitácora de viaje -porque en realidad nos sentíamos viajeros en nuestra ciudad- cada uno hacía anotaciones acerca de aspectos que llamaban su atención durante la jornada, realizaba el registro de los sonidos escuchados, de fragmentos de conversaciones oídas, de las personas vistas y de los recuerdos personales que algún sitio le hacía evocar. De ahí, de la información recabada, pasábamos a la improvisación en escena de donde iban surgiendo los textos que transcribíamos para dar cuerpo al guión que se escribía de manera simultánea al montaje de la obra que anunciábamos así en el programa de mano:

“Sufrir la ciudad no quiere decir odiarla. Quienes vivimos aquí con cierta conciencia de habitantes, no tenemos más remedio que amarla a pesar de todo. A pesar de los autobuses pintados. A pesar de los semáforos descompuestos. A pesar de la polución. Finalmente, habrá que pensar en soluciones para esta ciudad: quienes la amamos no podríamos dejarla morir con los brazos cruzados. Nos está tocando vivir la transformación, el crecimiento desmesurado, la escasez, el desquiciamiento. Cada nueva avenida significa un daño al paisaje anterior. El  riesgo es perder la memoria.

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Que digan que estoy dormido, es un espectáculo que parte de esta preocupación. Quiere ser un poema, una recuperación del mito, quiere ser una experiencia vivida desde dentro, desde la relación que cada uno de nosotros podría guardar con el todo, con ese montón de calles desordenadas, con los edificios, con el asfalto, con varios millones de personas más”.

Con el apoyo de Romel Rosas que se integró como asistente y diseñador de la escenografía y el vestuario hicimos un esbozo del andamiaje de la obra que tenía como hilo conductor un “rumor urbano” que contaba la desgracia ocurrida a una pequeña, conocida como la Niña Cerelac por haber participado en un anuncio comercial de ese producto.

Según el rumor una pareja de sudamericanos (uruguayos o argentinos) aprovechando la amistad que habían hecho con los padres de la niña, durante la ausencia de éstos, se la robaron para, después de matarla, abrirla en canal y rellenarla con droga que transportarían en su cuerpecito haciéndola pasar, en la aduana, como su hijita dormida. Para enfatizarlos como personajes de mera ficción, la pareja de malvados aparecía en atmósfera de café concert cantando:

“Venimos desde muy lejos de paso por la ciudad el conecte es la morfina sin nombre ni identidad. De todas las pequeñitas que habitan en la ciudad tan sólo preferimos a una en particular. Sus felices progenitores confianza nos tomarán y cual vecinos deliciosos gozarán nuestra amistad. Al cine, al parque, a la feria llevaremos a pasear a la niña encantadora que ya casi sabe hablar… es la Niña Cerelac”

El montaje estaba estructurado en viñetas escénicas que mostraban historias de personajes anónimos de la ciudad.

“Eva, Evita o simplemente Ella”

 

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La música era un elemento que formaba parte fundamental del proceso exploratorio para las puestas en escena de Carlos Téllez con quien también realizamos, en 1978, Ernesto Bañuelos, Jorge Ortiz, Tito Vasconcelos, Matilde Kalfon y yo, «Eva, Evita o simplemente Ella», del dramaturgo y dibujante franco argentino Copi con traducción de Luis Zapata y Olivier Debroise.

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La obra, sobre los últimos momentos en la vida de Eva Duarte de Perón, rompía irreverentemente con la mítica imagen de la mujer a quien llamaran “la esperanza de los descamisados”. Fue representada en el teatro del Centro Universitario de Teatro – en la calle de San Lucas, en Coyoacán- y en una breve gira auspiciada por el gobierno del estado de Baja California Sur. Luis Rivero compuso la música de las canciones que a mí me tocaba interpretar y también la de la parte coreográfica, esta última de Jorge Domínguez.

El montaje acentuaba, formalmente, el carácter de cómic con elementos de la escena pintados directamente sobre los muros, la escalera y el piso; y con el uso de pelucas realizadas en papel maché que parecían inspirarse en el Pop Art de Lichtenstein y Andy Warhol, espíritu que también se filtraba estilísticamente en la actuación.

 

«De ahora en adelante… sólo conciencia de besar»

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A finales de los años setenta compartí con María Eugenia Pulido, Vera Larrosa y Ernesto Bañuelos la experiencia del montaje de la pieza De ahora en adelante… sólo conciencia de besar dirigida por Carlos Téllez, con escenografía de Germán Castillo, que se presentó en Casa del Lago de la UNAM.

La puesta en escena estaba basada no en un texto dramático sino en una serie de poemas de Larrosa y Bañuelos. Romel Rosas acompañó el montaje como asistente de dirección, y tuvo a su cargo el diseño gráfico de los programas de mano y los carteles.

Más que la construcción de personajes, el reto para nosotros -actrices y actor- era reconocer los “registros tonales” de los textos poéticos, y crear atmósferas y situaciones que provocaran tensión dramática. Era claro que no pretendíamos hacer un recital poético en el que se privilegiara la voz, de tal suerte que la primera parte del proceso se centró en el entrenamiento y exploración del cuerpo. Teníamos la certeza de que era en el territorio corporal de cada uno de nosotros donde encontraríamos los detonantes expresivos singulares que permitirían crear el lenguaje escénico del conjunto. No se trataba de algo dancístico o coreográfico sino de hallar el eje del movimiento interno y los subjetivos ritmos anímicos de la acción. No creábamos personajes, estábamos ahí, en el escenario ante una serie de situaciones afectivas y amorosas que nos eran propias.

Cada uno recurría a datos, a retazos autobiográficos que se incorporaban, tal cual, a la narrativa dramática: una escena de una película familiar de Ernesto en su niñez en Torreón, Coahuila, escondiéndose entre las faldas de la Tía Nena que él mismo proyectaba con un viejo aparato sobre los muros de la sala de Casa del Lago mientras decía: “me empecé a dar cuenta de que era diferente cuando en las caricaturas ningún niño se enamoraba de su amigo…”, y se establecían puentes que conectaban las experiencias íntimas particulares con la realidad social que como generación post ‘68 vivíamos.